ESTADO CRÍTICO
Lamentablemente, hay muchos,
demasiados motivos para señalarlo: nuestro Estado, nuestro joven
(relativamente) “Estado social y
democrático de Derecho” (como lo define la vigente Constitución de 1978 en
su artículo 1º), se encuentra en un estado crítico. En todos estos tres
principales aspectos.
En
lo “social” (economía; Estado de bienestar o, mínimamente, de servicios) ya no
se le oculta a nadie de dentro ni fuera el hecho de su ruina acelerada y la
depauperación progresiva de los más pobres, para no romper del todo con las más
rancias tradiciones del poder. Y aunque ya no hay tanto acuerdo respecto a las
causas, yo pienso que tienen mucho que ver con lo que sigue, con los otros
aspectos. Veamos.
En
lo “democrático”, ¿cuál es el tono y vigor actual de nuestro Estado? Mucho me
temo que, a lo peor, ni sepamos bien todavía lo que decimos al hablar de democracia y demócratas, incluso
por parte de muchos representantes políticos: ha faltado una oportuna y
auténtica educación para la ciudadanía. Y sin un criterio apropiado (adecuado y
hecho propio) difícilmente podremos juzgarlo y actuar en consecuencia,
corrigiendo lo que haga falta. Rescatemos, pues, lo elemental, porque ningún
problema puede resolverse si no se reconoce antes; lo cual es imposible sin
ideas claras. Así, la democracia, antes que una institución, y como el
fundamento, fondo o suelo desde el que florece, es ante todo una mentalidad
que, si decae o se eclipsa, puede arruinar el régimen que la expresa. Así es y
por eso así siempre ha ocurrido, tanto en la Atenas que la fundó como en la
Alemania del siglo XX, por eminentes ejemplos.
Esa mentalidad
implica, ciertamente, que nadie es soberano (superior) natural de nadie o que todos
somos soberanos de nosotros mismos, con derecho y capacidad (virtual, no efectiva
en cualquier caso) para gobernar políticamente, en lugar de conceder el derecho
exclusivo de unos cuantos para gobernar siempre a otros. Pero, en consecuencia,
el democratismo supone una alta exigencia de responsabilizarnos del gobierno
electo, una alerta crítica y una vigilancia civilmente manifestada de sus
posibles desvíos, sin sacralizarlo y excusarlo absolutamente porque sea de
nuestro partido o lo hayamos votado. Ahora bien, ¿suponemos y buscamos la unión
que hace de la democracia el régimen apropiado a una comunidad humana autónoma,
o estamos consintiendo una aberrante polarización con la que, en lugar de
cooperar y co/rregirnos, nos descalificamos, haciendo oídos sordos a la
crítica, venga de la parte del pueblo que venga?
En democracia
es lo común (el tronco de la
semejanza presupuesto por las ramas y ramificaciones de la diferencia) lo que
prima y debe prevalecer sobre lo particular y partidista. Es, por tanto, lo que
compartimos lo que debemos preservar y con lo que debemos comprometernos,
identificarnos y solidarizarnos todos como pueblo: la nación y el Estado de
todos. De acuerdo con ello, si es que, como animales racionales en lugar de
brutos, pretendemos la cohesión social que emana de la coherencia lógica, no hay
lugar para amigos y enemigos, “buenos y malos”, esa simplificación infantil o
primitiva. Políticamente, las diferencias tienen carácter secundario respecto a
lo que nos iguala y comunica: la Constitución en cuya virtud nos reconocemos
igualmente respetables y fundamentalmente solidarios, porque nos reconocemos básicamente
ligados o soldados por nuestra dignidad e intereses comunes. Lo contrario es maniqueísmo
precivilizado, egoísmo enmascarado, guerracivilismo disgregador y disolvente de
lo democrático, que no ha superado realmente una mentalidad tribal y atávica,
como la que se expresa en la actitud de quien “nunca votaría al partido de la
oposición”, es decir, la del soberbio e inconsciente dictador preso de la
mentalidad de pensamiento y partido único, que casa con la mentalidad
democrática como la mona con el vestido de seda.
Para terminar
este punto: si bien lo pensamos, el régimen democrático no es sino una aristocracia electiva, es decir, consiste en elegir
y reponer a los mejores para gobernarnos en cada coyuntura (no por superioridad
de casta), mientras que en las aristocracias y monarquías primitivas la
superioridad no es juzgada, propuesta y revisada, sino impuesta, y no puede
adquirirse, sino que viene dada por la fuerza y heredada por nacimiento.
Absurdo sería, en cambio, pensar (¿será aquí y ahora el caso?) que por estar en
democracia todos somos igualmente aptos para el gobierno, que no hemos de
superarnos, adquirir capacidad y ser juzgados, que lo mismo vale un ignorante
que un sabio para ministro de Sanidad o Economía. Así no se justificarían unas
elecciones periódicas y una Administración económicamente tan gravosa.
Por fin,
cuanto al Estado “de Derecho”, lo primero es recordar que lo justo consiste en
el imperio de la misma ley para todos, sin privi/legio o leyes y derechos
privados, sean individuos o comunidades, delincuentes comunes o terroristas. Esto
es lo que convierte a una democracia en un régimen legítimo, digno, justo ante la razón (como es siempre
reconocible por cualquiera, es decir, por quien realmente quiera), frente al
imperio del cambiante gusto. La pregunta se impone: ¿estamos hoy todos (¿pueblo
o “masa”?) comprometidos con la defensa de lo que nos une, vigilantes ante la
corrupción demagógica y partidista? En este sentido hay hoy cuestiones tan
ineludibles como terribles: ¿puede decirse, por ejemplo, que todos los
españoles tienen derecho a estudiar en español en España? O, lo que es aún más
grave, ¿es mayor la pena para los asesinos reincidentes, o encuentran
concesiones políticas indulgentes (y contraproducentes, como cabía esperar de
lo que dicta la lógica, el derecho y la experiencia) insostenibles jurídicamente?
Quizá la esencia del Derecho sea su distinción de principio respecto de la
conveniencia y el bienestar material, la reclamación de la dignidad humana y
las libertades y exigencias que le son
inherentes (derechos y deberes) por encima de cualquier otra consideración. Lo
cual implica que la función del Estado ha de limitarse a garantizar que las leyes
sean únicamente el lógico límite de la libertad en que consiste la dignidad, a
saber, la libertad de todos como límite de la libertad de cada uno de los
ciudadanos adultos que, como autónomos, procuran libremente por ellos mismos lo
que consideren adecuado a su bien, sea individual o asociadamente.
A este
respecto, también se levantan gravísimas cuestiones o, más aún,
cuestionamientos o reproches sobre la actuación actual del Gobierno: ¿es propio
de un Estado democrático de Derecho legislar sobre la comida conveniente (bollería
en los colegios públicos), la lectura conveniente (recusación de algunos
cuentos, como el de Blancanieves, por “machistas”) y los hábitos privados
convenientes (como los sexuales, o el de fumar en los recintos reservados y
privados de algunas zonas de los restaurantes o incluso en establecimientos
semejantes que, no siendo el tabaco una sustancia prohibida, puedan dedicarse
expresa y hasta totalmente a esa opción --al igual que es una opción en el
propio domicilio— o como consumir el combustible que parezca conveniente con la
velocidad razonable elegida)? El argumento dado (que cabe sospechar con
fundamento que en absoluto sea el verdadero motivo) para el último caso de
ejemplo (el combustible) no deja lugar a dudas sobre el ilegítimo absolutismo
paternalista que delata la incompetencia de este Gobierno no sólo ya en lo
relativo a lo “social” o económico, entre otros (casi todos) muchos aspectos de
contenido, sino en lo más fundamental, la forma de gobernar, que con su
intervencionismo desaforado contraviene la autonomía como timbre de dignidad de
los ciudadanos.
Clarificar y
plantear todas estas cuestiones es necesario ejercicio de crítica, es decir, el
juicio requerido para prevenir o resolver las crisis de la vida, apelando al
criterio de principios bien lógicos, bien jurídicos. Sin crítica no hay
democracia (el régimen político más propio y exigente de la dignidad humana) que
valga o perdure sana. De modo que, si no queremos permanecer en un peligroso
estado crítico, no tenemos más remedio que restablecer un Estado crítico
permanente y actuar, en todas las formas posibles y legítimas en un Estado
democrático de Derecho, contra esta deriva absolutista de la política y el
Gobierno. Nos jugamos en ello, antes que la vida o el bienestar, nuestra
dignidad de personas adultas.
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