En el debate
parlamentario sobre el estado de la Nación que hoy acaba, el Presidente del
Gobierno, Rodríguez Z., cuestionó ayer la representatividad de la diputada de
UPyD, Sra. Rosa Díez, cuando ésta le acusó de "corrupción institucional"
(http://www.elmundo.es/elmundo/2010/07/15/espana/1279183641.html),
alegando que su partido tenía sólo un escaño, lo que la descalifica para
arrogarse la potestad de interpretar la voluntad popular, aun reconociéndole en
ello un gesto de "valentía". La impropiedad de hablar en este caso de
"valentía" en lugar de "osadía" o, con estricta propiedad,
de "insolencia" no necesariamente se debe a ignorancia sino que
podemos atribuirla a la licencia retórica de la ironía. Ahora bien, el alegato
o argumento mismo es un signo palmario de la, más que grave, imperdonable incultura
(peor aún que incompetencia) política de quien actualmente está empeñado en
conducir a España a un destino político temiblemente final.
En efecto, el
Presidente no debería ignorar que en la democracia representativa todos y cada
uno de los diputados representan a la Nación entera, sus intereses y valores
generales y colectivos, aunque hayan sido elegidos en circunscripciones
naturalmente particulares (¿de qué otro modo podría ser elegidos por los
ciudadanos?). Los diputados no son delegados o representantes de los intereses
particulares de su circunscripción electiva. De ahí que la democracia
representativa, pese a haber venido impuesta por la compleja magnitud de las
sociedades modernas, no sea cualitativamente una democracia disminuida o
diluida sino, al contrario, la mejor garantía, en principio, de que
legisladores y gobernantes no beligeren por sus parciales intereses sino por
los de toda la Nación. Por ello puede cualquier ciudadano presentarse a su
elección como diputado por cualquier provincia o circunscripción diferente a la
de su residencia o nacimiento sin que ello constituya un contrasentido o un
fraude de ley.
De modo que
aquí la razón cuantitativa es razón irrelevante para el punto en discusión.
Pero, ¿qué decir, además, de otra cuestión esencialmente cualitativa como la de
que el Parlamento no justifica su función por el mero cálculo de votos sino que
debe atender primero a las razones de contenido o argumentos que los
parlamentarios expongan en la debida deliberación que justifica el nombre mismo
de Parlamento? Aquí el actual Presidente del Gobierno de España no sólo se
muestra ajeno a la imprescindible CULTURA requerida para una gestión política
responsable, sino al sentido común y a la RAZÓN misma, a la cual desatiende
expresamente escurriendo su responsabilidad por la frívola pendiente de la
fuerza del número. Peor aún, esta su sinrazón (como la sinrazón del número que
posibilita la incongruencia de menospreciar a un Partido o/y diputada que
cuenta con más votos, y sin embargo menos escaños, que el Partido con el que necesita
aliarse para seguir en el poder “cueste lo que cueste”, el PNV) muestra como
increíble e indigna de confianza su VOLUNTAD misma de servir a la Nación, y no
a su interés particular o partidista, pues ¿puede acaso simplemente ignorar que
la razón puede estar en uno solo o en cualquiera de los diputados que
parlamentan genuinamente, aunque él cuente con el aplauso, quizá servil, de una
mayoría instalada en el poder?
Mal, muy mal
horizonte se divisa hoy para el destino de España cuando su Presidente se
muestra ajeno al sentido del Parlamento, a la voz de la razón y a la voluntad
de respeto a sus legítimos representantes. Un Presidente que no sólo
contraviene soberanamente el “talante” de “diálogo” (“dime de qué presumes y te
diré de qué careces”: una vez má confirmado) sino que muestra objetiva e
innegablemente (una vez más, en otra cuestión tan esencial como los
significados de “democracia”, “diálogo”, “nación”, etc.) tamaña incultura
política. No es que le falte voluntad o raciocinio, es que no sabe siquiera de
qué va el juego político, a qué estamos jugando, qué nos estamos jugando. Pero
lo peor, lo más tremebundo, sería comprobar que la mayoría de la ciudadanía es
incapaz de crítica porque comparte la misma incultura política y, por tanto,
sobre la Constitución que nos constituye como Nación, más acá de los
partidismos.