CORRUPCIÓN NACIONAL Y GOBIERNO MISERABLE

No hay nada nuevo que decir sobre la situación de desgobierno de España desde mi último apunte reflexivo, ni, por desgracia, ninguna observación o juicio de los que arrepentirme. Este Gobierno traidor es un gobierno mediocre que no está, ni mucho menos, a la altura de lo que la circunstancia española demanda. Mentiroso, cobarde y alejado de la justicia, está haciendo pagar a los inocentes los abusos de los delincuentes con sucesivas medidas de la misma repugnante línea.

Lo único nuevo  que quiero hacer notar, como tremebundo y alarmante, es la falsedad o extravío, poco inocente, del diagnóstico vigente sobre el mal que tan torpe e injustamente afronta este Gobierno miserable (porque más aún que torpe e injusto, insisto, es traidor y cobarde): lo que ocurre sólo indirecta y superficialmente tiene que ver con “la crisis económica” nacional o, mucho menos, internacional. Con lo que tiene que ver esencialmente es con la crisis moral de corrupción y latrocinio sistemático.

No hay crisis que valga para explicar este desastre más que el despilfarro, el abuso y el robo a manos llenas de las arcas públicas, o sea, del dinero y el esfuerzo no de todos, sino de los contribuyentes. De manera incontrolada e incontrolable, impune: por completo alejada de un Estado de Derecho donde impera la ley y todos son iguales ante ella. La “democracia” española está corrompida por una rigurosa partidocracia.

Es tanta la cantidad de representantes del pueblo, políticos y politicastros, en la cancerosa Administración que con su mala administración nos está arruinando  que lo más definitorio que cabe decir de ellos es que, mucho más que representantes, son representativos de la ciudadanía española. Nuestro mal, pues, no es externo ni contingente sino propio e idiosincrásico. No es primariamente económico, sino radicalmente moral; de hecho, la causa de la famosa “burbuja” tanto inmobiliaria como financiera no ha sido sino el irresponsable y codicioso exceso que ha transgredido las reglas de la economía y la prudencia.

De “particularismo” endémico hablaba hace un siglo Ortega en su España invertebrada (cada uno a lo suyo, sin respeto ni visión colectiva). Y no nos hemos recuperado. Cuando, en la Transición y primeros años de la democracia, podíamos haber superado el adanismo moral y cultural, “alguien” (con nombre, apellidos, siglas y cómplices) se ha encargado  de que no levantemos cabeza. Para empezar, destruyendo la educación liberadora, dinamitando el sistema educativo con demagogia rastrera. Y, a continuación, dinamitando la división de poderes, o sea, la garantía institucional de un Estado de Derecho donde el imperio de la ley elimine el privilegio. Lo demás, ya digo (“los otros”), es el “co-co”: la cómplice cobardía.


¿Qué nos salvará de esto, o sea, de nosotros mismos? Sólo la abuela, o sea, sólo cabe ya esperar ayuda de la mecánica e inclemente pedagogía de la naturaleza y el destino: a grandes males, grandes remedios; no hay mal que por bien no venga (si se usa la inteligencia); la precisa hace milagros. Así sea, poniendo un último adarme de lucidez y arrestos por nuestra parte, porque la única alternativa a ello sería la ruinosa de la destrucción omnímoda, no por indeseable menos posible ni, por trágica, una posibilidad inédita.

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