La vida, ante todo

Es la última de las convicciones a que he llegado. Pero, por su importancia objetiva y su actualidad polémica, es la primera que quiero compartir y exponer al diálogo. La vida es el marco fundamental para cualquier otro valor o problema; para cualquier vivencia (nunca mejor dicho y valga la redundancia). De ahí que cuente como el primero de los Derechos Humanos y de nuestra Constitución. Claro que este derecho no puede tener otro sentido que el de conservarla en cualquier ser vivo de la especie humana que ya la tenga, así como el deber de respetarla: ni los pensamientos ni los espectros son sujetos de derechos. Mi sucinta reflexión sobre este asunto, en que he intentado reunir los principales argumentos contra el aborto, ha sido publicada por la revista madrileña Acontecimiento, órgano de expresión del Instituto E. Mounier (http://www.mounier.org/), pero como no sé aún colgar un pdf en el blog, os la transcribo aquí mismo. Creo que la trascendencia del asunto bien merece una revisión que convierta en juicio fundado los posibles prejuicios.


ABORTO, DERECHO Y FUERZA MORAL
José Ramos Salguero
El hecho en que radican tanto la moral como el derecho (que es el mínimo común o social de la moral) es la existencia de seres que, al igual que nosotros, no son meros medios u obstáculos para la supervivencia, como los animales o las cosas. La justicia, moral o jurídica, es el respeto a la persona, incluso reflexivo, como precisó preclaramente I. Kant al formular el imperativo que late en la razón (o co-razón) de los hombres: “Obra de modo que trates siempre a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca sólo como un medio”. La justicia es la lógica limitación que posibilita la auténtica libertad de nuestro arbitrio; el deber que fundamenta que podamos invocar coherentemente ante los otros el derecho común, exigiendo que nos respeten en plano de igualdad.
La contrariedad o disgusto que conlleva a veces el justo respeto moral es el precio que hemos de pagar por vivir una vida propiamente humana. No hay vida humana sin moral, ni moral sin autocontrol o sometimiento del gusto a la voluntad racional. Por lo demás, nuestra vida entera está llena de obstáculos y de ineludibles limitaciones y obligaciones. Nuestra salud integral estriba en la responsabilidad ante ellos, que empieza por su reconocimiento. Sólo que este reconocimiento no es sólo cuestión de entendimiento sino también y aun antes de voluntad (“no hay peor ciego que el no quiere ver”). En la medida en que nos ajustamos a los diversos requerimientos de la vida, desplegamos la fuerza moral, o fuerza práctica de la razón, para responder ante ellos. También en este punto ha sido preclara la enseñanza del gran filósofo moral de la modernidad, Kant: cuando sólo atendemos a la felicidad personal inmediata (egoísta, necia), desconsiderando el requerimiento de la virtud, cometemos la eutanasia (“muerte dulce”) de la moral. Al contrario, contra lo que suele temerse y aun enseñarse, es el afrontamiento lúcido, valiente y riguroso de lo debido lo que nos eleva, anima y fortalece moralmente, haciéndonos dignos de la felicidad. Lo contrario es decadencia o degeneración individual o colectiva. También Nietzsche lo señaló luego en atinadas sentencias: “cuando se tiene un porqué se puede soportar casi cualquier cómo”; “el hombre no busca la felicidad (sólo los ingleses lo hacen)”, sino la excelencia: una misión en que empeñar y hacer crecer sus potencias, una obra que valga la pena inevitable de toda vida, que la haga valiosa y memorable. En esa tarea, “lo que no me aniquila me fortalece”, así como “todo crecimiento se delata en la búsqueda de un adversario [o adversidad] potente”: la superación de sucesivos retos es la ley del progreso. Y, como dijera C. G. Jung, no son los acontecimientos los que les pasan a los hombres, sino al contrario.
La cuestión sobre la moralidad o/y la criminalidad del aborto (voluntario) depende decisivamente de si consideramos, o no, ser humano al feto humano. Si al unirse en el seno materno un óvulo con un esperamotozoide estamos ante un ser vivo de naturaleza humana (¡con su propio genoma humano!), entonces desde ese mismo momento inicial que llamamos zigoto tendríamos la responsabilidad de proteger su vida. Interrumpirla o abortarla (ab/orto: desde su inicio) voluntariamente sería homicidio, como se considera aún en la vigente ley que lo despenaliza en tres supuestos. Y asesinato, puesto que, sin eximente de defensa de la propia vida, añade el agravante de alevosía. Por ello incluso en caso de “grave enfermedad física o psíquica” de la madre (tercer supuesto despenalizado actualmente) sería (debería ser) un delito, a no ser que estemos dispuestos a despenalizar la matanza de los humanos que nos ponen enfermos (el jefe, enfermo, vecino o cuñado/a que nos resultan insufribles y merman nuestra salud o bienestar). En ese sentido, la nueva ley en ciernes se encamina a disolver la incoherencia lógica y jurídica de la vigente, obviando arteramente (pues sólo un perverso cinismo podría negarlo) que dentro de la madre haya ser humano que respetar y no hablando de “aborto” sino de “interrupción voluntaria del embarazo”. Ahora bien, esa inminente ley señala un plazo de unas cuantas semanas para considerar o no delito el aborto (aunque su diseño posibilita de nuevo que, hecha la ley, esté con ella hecha la trampa de eludir en cualquier caso el delito). ¿Cuál es el criterio, el límite, el fundamento objetivo para reconocer en el feto el ser o no ser humano y por tanto sujeto de derechos? Ninguno se aporta, por lo que tanto el número de semanas de gestación como la decisión abortista misma resultan absolutamente arbitrarios.
¿Será cuestión de falta de entendimiento o de falta de voluntad esta actual duda social e ignorancia legal sobre los límites de la identidad humana? Al cabo de milenios de dramática historia ¿no sabemos o no podemos acordar un criterio incontrovertible de humanidad, un sujeto inequívoco al que aplicar nuestra pomposa lista de Derechos Humanos? ¿De verdad que “no hay fundamento científico” para determinar si el feto que habita en un vientre humano es o no un ser de naturaleza humana, como ha dicho la ministra impulsora de esta ley? ¿O será que falta la recta y coherente intención de respetarlo aun en caso de embarazo personal, aprovechando su suprema indefensión? Si no hay recta voluntad, confundiremos u ocultaremos el entendimiento, no reconoceremos la humanidad del feto y querremos librarnos de la responsabilidad y el debido respeto sobre su vida. Pero resulta escandalosamente erróneo e injusto, por parcial, reducir a una situación subjetivamente embarazosa (hasta hablar de “derecho al aborto”: un círculo cuadrado) la situación objetiva de un embarazo, es decir, la objetiva responsabilidad ante la vida otro ser humano, que en su comienzo necesita más que nunca todo el respeto y apoyo individual y legal: el colmo más criminal y cobarde del individualismo egoísta. Ello sería no sólo reflejo sino también refuerzo de una actitud débil, decadente y degenerativa ante la vida, que no sólo elude llamar a las cosas por su nombre y asumir la propia responsabilidad, sino también las enormes posibilidades de la solidaridad social en su actitud positiva, valiente y generosa (generativa frente a degenerativa) ante la vida, así como la alegría y engrandecimiento moral de quienes han superado generosamente la dificultad personal de un embarazo indeseado.
Si caemos en la tentación de consentir esta ley por debilidad de la voluntad, es decir, para evitar las embarazosas consecuencias de los embarazos indeseados (lo que puede que afecte a más de un 50% de la humanidad no por nacer sino incluso ya nacida), entonces estaremos negando de plano y con la más radical incoherencia el sentido mismo del derecho y la moral; es decir: de la vida humana. En cualquier caso, se necesita el concurso cómplice de la oscuridad, omisión o confusión intelectual para cometer un desatino. Por eso, para prevenir el entuerto en la medida en que se trate de un problema de discernimiento, propongo esclarecer la cuestión ateniéndonos a lo elemental (es decir, lo simple y fundamental aunque a menudo desapercibido; inadvertido u olvidadizo, obviado por pura obviedad), al sentido (de lo) común que no necesita de científicos ni dudosos expertos. Y que, por supuesto, es una evidencia racional independiente de creencias religiosas, aunque se haya utilizado tendenciosa y demagógicamente este equívoco reproche a quienes se manifiestan antiabortistas. En esto, como en la mayoría de las cuestiones morales y jurídicas fundamentales, no se trata tanto de conocimiento cuanto de reconocimiento. Así, considero originario, más que original, establecer como el requerido criterio absoluto de identificación la clase o especie de un ser vivo, y de ningún modo su grado, que en el caso humano es siempre relativo.
En efecto, una vida humana, como toda vida, tiene un comienzo y un fin, y de principio a fin es lo que es: una vida, es decir, un proceso de desarrollo primero ascendente y luego descendente. En el caso de la vida humana, sin embargo, la mayor complejidad de su constitución y desarrollo puede hacernos perder de vista este punto de partida fundamental. Es decir, si nos fijamos, por ejemplo, en el carácter esencial de la conciencia y la autonomía en la vida humana, puede que los árboles nos impidan ver el bosque: que sólo consideremos digna de respeto la racionalidad plenamente consciente y responsable, y no sólo en lo intelectual sino también en lo moral. Ahora bien, ¿quién puede afirmar que se encuentra en la plenitud de sus facultades? ¿Quién podría llegar a ellas, en cualquier caso, sin un proceso de desarrollo y de solidaridad social (somos animales sociales; por eso una madre no puede abortar por sí misma, sin colaboración o complicidad)? y ¿quién tiene el derecho de dictaminar cuándo un animal humano es actual y plena o suficientemente persona (ser racional y moral)? Nadie. Entre principio y fin de la vida humana todo es relativo a circunstancias y responsabilidad personal, todo es gradual, admite grado, a veces casi imposible o ilegítimo de juzgar. El único criterio absoluto e indubitable que todos podemos compartir es el respeto a nuestra vida humana, a su clase o especie, a su genoma, presente desde el zigoto inicial; no a su calidad. De otro modo, abriríamos la puerta a cualquier arbitrariedad, injusticia, abuso y manipulación genésica o tanática, aunque con ello, por cierto, no abriríamos ni cerraríamos ningún libro: sólo escribiríamos otra página en la historia de la humanidad en tanto historia de la infamia y la iniquidad.
Malpensando o poniéndome en todo para eludir la irresponsable ingenuidad (“piensa mal y acertarás”), me pregunto por qué se quiere ahora una modificación tan sustancial en la consideración legal del aborto, cuando ya hay una ley que lo despenaliza generosa y desaforadamente. Y no puedo sino sospechar que uno de los espurios motivos de esta osada iniciativa es corregir un error con otro más grande, a saber: tapar el desastroso resultado de la información (que no formación) sexual de los últimos lustros. La estadística de adolescentes abortistas o con embarazos indeseados es espeluznante. No cabía esperar otra cosa del hecho de haber banalizado la sexualidad, reducida a un episodio superficial y descomprometido de mero placer corporal, segregándola del conjunto de la personalidad y las relaciones humanas en cuya integridad debe ser contemplada. Por lo demás, las leyes sancionan y guían, educan o deseducan. De llegarse a aprobar, esta ley, que comete la insolente temeridad de cambiar de principio mismo en cuanto a lo que es la vida humana, convertirá para generaciones futuras el aborto en un medio anticonceptivo más; como ya lo está siendo, pero ahora cegando y no dejando lugar a ningún cuestionamiento moral al respecto.
Nos jugamos en esto la salud de nuestra fuerza moral y su dinámica futura, porque se trata de valores fundamentales, sagrados: los que hay que segregar y poner aparte, con respeto absoluto, para mantener la vida saludable y evitar su degradación. La transgresión de estos límites esconde la trágica posibilidad de un camino de transgresión sin retorno. La pérdida de criterio en cuanto a lo que es vida humana y su debido respeto es un síntoma deplorable del patológico relativismo teórico propio de las sociedades permisivas, que evitan puerilmente toda contrariedad y, buscando absolutamente lo placentero, fomentan inevitablemente su contrario: la insatisfacción permanente y la violencia resultante de esta frustración crónica. La vida se degrada cuando se reduce (a) alguno de sus grados, por muy tolerado socialmente que pueda estar este atentado y por muy generalizado (en otros países) que pudiera estar este mal. La justicia y el respeto a lo sagrado no se deciden democráticamente, por mayoría o cantidad de votos, sino que fundamentan cualitativamente la democracia y la salud social. Como dijo Antonio Machado, “la verdad es lo que es y sigue siendo verdad aunque se piense al revés”.

Comentarios

  1. La vida per se no es lo relevante sino la capacidad de sentir.

    http://4.bp.blogspot.com/-lPOix6YjTHc/TWLru1plFJI/AAAAAAAAAp8/0LzeRjG1Ees/s1600/embriones.jpg

    Todos los animales sintientes merecemos respeto moral, independientemente de la especie a la que pertenezcamos. Podemos respetar a los demás animales siendo veganos.

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  2. Lo que diferencia al hombre de cualquier otro animal es la voluntad: la conciencia de fines propios. Eso no lo se lo puede quitar el hombre a ningún animal porque ningún animal lo tiene. El respeto moral, que sólo se aplica a los humanos, consiste precisamente en no quitarle a un semejante (sólo los humanos somos semejantes) esa dignidad única: la conciencia y dirección de su vida. El mero sentir está a años luz por debajo de eso. Aunque cada cosa es lo que es, y con los animales cabe con/sentir, empatizar, tener sensibilidad por su sensibilidad, y no hacerles padecer en vano, que es lo que ellos hacen entre ellos, aunque no por eso decimos que "se respetan moralmente unos a otros".

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